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Sólo era un macarrón, ni eso, una esquinita del macarrón era lo que supliqué durante dos largos días que probase.
No hay un niño que aguante más de veinticuatro horas sin comer, me explicó el psicólogo de la guardería el día anterior, sólo tienes que mantenerte firme y así irá aprendiendo a comer. Mira que le expliqué que ya había tenido paciencia, gritado, castigado, utilizado plato enorme, plato enano, todo tipo de artimañas para conseguir que el peque comiese normalmente, pero él insistió en su método infalible y yo, desesperada creí una vez más...
Aguantamos cuarenta y ocho terribles horas, sufrimos, yo pasando por mil estados y él intentando dormir todo el tiempo para economizar energías.
Llegar al pediatra y echarme a llorar fue todo uno. Con una sonrisa me ordenó que le diese de comer al tozudo y que después volviese. Sentada en el suelo del super y con una cuchara desechable, embutí dos yogures en el famélico cuerpecito de mi hijo que abría la boca más rápido que tragaba.
Cuando volví a la consulta del pediatra volví a llorar, ahora ya con la total convicción de haber quemado mi último cartucho, de haber suspendido en eso de educar a mi hijo en esto de alimentarse.
¿Eres buena comedora? ¿el padre? NOO, respondí desesperada.
Genética!!!Eso me dijo...
Las penas si son compartidas se llevan mejor y desde que las comparto con la genética esta, nos hemos relajado en mi casa.
Todo este rollo porque mi cocina se ha convertido en lugar de peregrinación para un gran número de jovenzuel@s de Vigo que adoran los macarrones que prepara y come mi hijo...quince años después.
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